martes, 23 de mayo de 2017

La falacia del socialismo irreal

Enrique Fernández García analiza la falacia del socialismo irreal empleada cada vez que fracasa otra puesta en práctica del modelo socialista. 


La valuación
Los hechos están más allá de acuerdos y consensos, y todo lo que se diga sobre ellos –todos los intercambios de opinión fundados en informaciones correctas– no servirá para establecerlos.
Hannah Arendt
Mario Bunge demanda que nuestro cerebro trabaje adecuadamente, pues puede funcionar asimismo del modo contrario, produciendo tonterías. No basta usarlo; hay que hacerlo de manera correcta. Esto significa que su empleo sea racional y realista. Por supuesto, al ejercer las facultades intelectuales, no respetamos siempre aquello. Pueden cometerse confusiones, equivocaciones, incluso de forma deliberada. Hablamos aquí de falacias, que tienen diversas especies, más un común denominador: distanciarnos del acercamiento a la verdad. Esto conlleva la necesidad de que reconozcamos nuestros errores, con lo cual avanzaríamos. Como ha precisado Popper, el desarrollo del conocimiento científico se da gracias a la corrección de teorías, mostrando ese camino que ya no cabe seguir. Esto vale tanto para las explicaciones como cuando se trata de predicciones que aspiren a tener cierta rigurosidad.

Si consideramos el Manifiesto del Partido Comunista, publicado en 1848, como un documento capital para las predicciones del socialismo "científico", contaríamos desde entonces con un lapso generoso para su materialización. Hoy, si atendemos a la sensatez, es innegable que ningún experimento con su marca resultó exitoso. Porque sí se plasmaron sus postulados. Hubo regímenes que se reconocieron como tales, invocando a Marx hasta en el retrete; no obstante, los partidarios del socialismo, finalmente, les negaron su respaldo. Procuraron salvar así su profecía, esa llegada de un futuro en que la propiedad privada y las ruindades del libre mercado desaparecerán. De esta manera, ellos pretenden hacernos olvidar que, cuando hubo avances aparentes –como los adelantos que parecía consumar la Unión Soviética en el lenguaje “del hierro, del cemento y de la electricidad”, según Trotsky–, sus simpatizantes e intelectuales no denunciaron ninguna traición o inautenticidad. Había orgullo al hablar de Stalin, Mao y aun Pol Pot: todos eran dignos representantes de su ideología. Lo incómodo surgió cuando hubo inocultables hambrunas, campos de concentración y un envilecimiento cada vez mayor del sistema.
No engañemos al prójimo: los regímenes que se proclamaron socialistas, en mayor o menor grado, sí lo fueron. No me refiero únicamente a los casos ya señalados, cuyo ejemplo es categórico, sino también pienso en naciones de África. ¿O no es lo que pregona Robert Mugabe, el longevo dictador de Zimbabue? ¿No fueron cuantiosas las guerrillas y conflictos mayores abonados por esa misma palabrería? Porque no se registra información de subversiones en el Congo que hubiesen tenido como estandarte a Locke, Smith, Bastiat o Hayek. Tampoco se pueden hallar elogios al individualismo que hubiesen caracterizado a tiranos como Muamar el Gadafi, quien premió a representantes de la izquierda latinoamericana.
Por último, analicemos esta parte del mundo, pero más allá del terrible caso cubano. Porque, para los socialistas con escrúpulos, la pesadilla del chavismo ya no estaría ligada a esa ideología. En otras palabras, un gobierno puede criticar el capitalismo, consumar nacionalizaciones, mortificar al individuo, despreciando sus libertades; empero, jamás podrían considerarse estas acciones como afines a la izquierda. Con franqueza, si ellos creen que tampoco hubo aquí verdadero socialismo, quizá la conclusión sea ésta: su ideario es una utopía, tan irreal cuanto peligrosa. Un mandato de apego a la verdad –así como de respeto al cerebro– les exige reconocerlo. La otra opción es seguir con una vida falaz.

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